sábado, 25 de octubre de 2008

Otra manera de ver el Mundial

El Mundial ´78 en la cárcel

“De pronto escuché que el locutor, a viva voz, relataba un avance que intuí decisivo, y me olvidé de Videla y Menéndez y de torturas y asesinatos….”.

El traslado a Córdoba de algunos compañeros de prisión marcó el momento en que el Mundial de fútbol irrumpió en nuestras vidas en el Penal de Sierra Chica en aquel otoño del ´78. El "cachorro" Menéndez apelaba al recurso de tomar rehenes entre los presos políticos, como medio de presionar con eventuales represalias sobre ellos en caso de que, desde la resistencia, se generara algún hecho que atentara contra el desarrollo del campeonato. Hasta ese momento, para nosotros el Mundial formaba parte de lo que acontecía en extramuros, y sólo era otro tema en las discusiones políticas que ocupaban la mayor parte del recreo diario, de apenas una hora, que nos concedían fuera de las celdas. Al principio, las discusiones se habían centrado en torno a la oportunidad que una disputa deportiva de esas características brindaba para reforzar las campañas internacionales de esclarecimiento acerca de lo que en el país sucedía y los criterios con los que nuestros familiares debían aprovechar la oportunidad de encontrarse con el periodismo extranjero que visitaría el país. La cuestión deportiva escapó entonces a nuestras consideraciones hasta que escuchamos los relatos de los primeros partidos. La voz atiplada del locutor, reproducida allá a lo lejos por un pésimo sistema de altavoces, apenas nos dejaba entender qué sucedía en la cancha, pero lo suficiente para despertar en muchos de nosotros la adormecida pasión futbolera. A medida que las chances argentinas comenzaban a crecer, los comentarios en las conversaciones de los guardias que lográbamos captar con nuestros sensibles oídos siempre atentos, y también los relatos de los familiares acerca del verdadero entusiasmo popular que despertaba nuestra selección llenando los estadios, fueron generando sentimientos cada vez más encontrados. Ambiguo estado de ánimo. La conciencia de que un triunfo deportivo sería sin dudas utilizado políticamente por los militares generaba en nosotros un estado anímico por demás ambiguo, que reflejaba nuestro anhelo racional de que algo o alguien le aguara la fiesta a la junta militar, mezclado con el íntimo deseo de que el equipo de Menotti consiguiera ganar la tan preciada copa. Es que, frente a lo que nos indicaba la cabeza, nuestro corazón "futbolero" y los años de militancia social y de contacto con el pueblo nos hacían desear una Argentina campeona del mundo. El día de la final, me paseaba de un lado al otro de la celda, apoyando cada tanto la cabeza contra la gruesa puerta de madera para intentar descifrar el sonido lejano del altoparlante, que ese día parecía especialmente poco nítido. A medida que pasaban los minutos, se advertía en el relato una suerte de crescendo y hasta creí distinguir en el rumor de fondo las voces de los miles de argentinos que estaban en la cancha. El corazón se crispaba más y más, llevando hasta el extremo los sentimientos que me dividían. De pronto escuché que el locutor, a viva voz, relataba un avance que intuí decisivo, y me olvidé de Videla y Menéndez y de torturas y asesinatos. Me olvidé de esas paredes húmedas y sucias que me retenían y sentí que mis propias piernas se alargaban prolongando la carrera de Kempes, y busqué con él ese lugar que no podría alcanzar el arquero holandés. Y luego, el gol… Y ese grito que brotó del alma uniéndose al de millones de allá fuera… Ese grito que fue cubriendo y envolviendo todo, porque la emoción pudo más que cualquier razón y, con los puños cerrados y apretados contra el pecho, grité: "¡Gool!... ¡Gool!... ¡Y viva Argentina, carajo!...".

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